El hecho de que una sociedad exprese sentirse más segura con un narcotraficante libre, tiene un valor simbólico muy fuerte.
Si bien es cierto que México es un país que vive en la constante construcción de sus propios héroes y villanos, en la actualidad, los tipos de drogas y sus formas de consumirlas, los narcocorridos, las vestimentas e incluso los vehículos, forman parte de una nueva cultura.
El apoyo a un narcotraficante es entendido desde el hartazgo social que predomina en muchas regiones del país, puede ser un hecho criticable, pero son las secuelas de una prolongada y devastadora guerra, de ausencias, impunidad e injusticia.
El ejercicio del narcotráfico se ha terminado por aceptar, tolerar e incluso naturalizar sin mucha resistencia, siempre y cuando no atente contra nosotros de manera directa o indirecta, sus prácticas ya forman parte de lo cotidiano.
En este contexto, no sorprenden las manifestaciones a favor de “El Chapo”, en un entorno tan denso y saturado del narcotráfico, donde por años ha sido el tema principal en los medios de comunicación y en las calles, aunado a la corrupción y a las equivocadas estrategias por parte del gobierno, “El Chapo” Guzmán es la muestra perfecta, de la naturalización y la cultura del narcotráfico.
Aunque en este país ha quedado comprobado que las estructuras criminales no dependen de un solo hombre y que tienen la capacidad organizativa para reinventarse todos los días, difícilmente, Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, será sustituido de un día para otro, al menos no en el imaginario social.
La imagen edificada del capo de la droga, sin duda fue hecha en base a las actividades criminales de este personaje, pero también es resultado de la corrupción y la ineficiencia de las autoridades, así como de la maquinaria informativa de los medios de comunicación.
A “El Chapo” lo conocíamos todos, sabíamos de él por los relatos constantes en la prensa y en los noticieros de televisión; porque fue el criminal que Felipe Calderón persiguió durante seis largos y violentos años, y lo cual lo convirtió en el narcotraficante más buscado.
En torno a él, se fue construyendo el imaginario de un hombre al cual se le debía tener miedo y respeto, pero a la vez, se fue edificando una especie de idolatría, quizá no pública, pero sumamente arraigada.
Este imaginario no sólo le pertenece a regiones del estado de Sinaloa, también les pertenece a las ciudades sucumbidas por la guerra contra el narcotráfico, esas que tuvieron que ser testigo de asesinatos en la vía pública, cuerpos destrozados dejados en las calles, degollados, mutilados, y un sinnúmero de escenas devastadoras.
La otra construcción imaginaria no generaba tanto ruido como el miedo, pero era igual o más contundente: Joaquín “El Chapo” Guzmán se estaba convirtiendo en un héroe para muchos, y en un modelo a seguir para otros.
Desde su huida del penal de Puente Grande, la fama del narcotraficante se fue hasta lo más alto, no sólo llegó a ser de los hombres más ricos del mundo según la revista Forbes, su figura ya estaba impregnada en los narcocorridos, y en las historias de la calle y lo cotidiano.
Antes de la detención, todo lo anterior podía haberse escuchado como irreal, pero las marchas realizadas en Culiacán, Mocorito y Guamuchil, exigiendo la libertad del capo, demostraron que “El Chapo”, representa más que a un criminal capturado. Es la expresión más viva, real o simbólica de la imperante cultura del narcotráfico.
Estas manifestaciones representan en gran medida la incapacidad del Estado para brindar mejores condiciones de vida, sin importar el partido político en turno y a la sombra del narcotráfico, se han mantenido, y en algunos casos crecido, la marginación, la falta de oportunidades, la pobreza y la inseguridad social.
Lo anterior, guarda una estrecha relación con el hecho de que la ciudadanía se encuentre más identificada con el narcotráfico como un proveedor de empleos, e incluso de seguridad, que con el mismo gobierno.
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