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Entre llanto y tristeza, Badiraguato sufre por "El Chapo", "Que regrese al lugar que lo vio crecer y pueda morir junto a los suyos

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La comunidad que vio nacer a Joaquín El Chapo Guzmán tiene en su ADN la palabra narco y los pobladores lo asumen como un estilo de vida.

Respetan e idolatran al Chapo a tal punto que lo veneran ya como un “santo” y se lo inculcan a sus hijos. “Es una leyenda”, repiten una y otra vez abuelos y padres a los niños que recorren las calles de Badiraguato, una zona asediada por grupos criminales que se disputan a diario el territorio.

En sus venas corren los narcorridos y ven en los capos una forma de salir adelante; crecieron viendo los dos escapes de Guzmán Loera (2001 y 2015) como una osadía, un desafío a las autoridades mexicanas y una humillación a dos presidentes de México, algo que nadie más ha logrado hacer.


Una comunidad que recibe a sus visitantes con un enorme arco de bienvenida y en donde las camionetas Suburban, vehículos 4×4 y también unidades de la policía estatal y militar deambulan en los alrededores de la carretera.

Está prohibido tomar fotos a los oriundos del lugar, les incomoda y les enfada un acento ajeno a ese lugar. Los “malmiran” y desconfían de todo aquel que vea de reojo las casas y camionetas que circulan por el pueblo.

“A veces hay mucho ruido porque los cabecillas de la delincuencia vienen desde Culiacán agarrándose y terminan aquí; hay días muy tranquilos donde no pasa nada, pero también otros donde el movimiento es incesante”, relata a Publimetro Horacio, de 72 años de edad.

Es más, la visita de Andrés Manuel López Obrador no cambió en nada, si acaso sólo en el ánimo de algunos pobladores que ven el evento del tabasqueño más como un acto de proselitismo que de verdadera ayuda, aún cuando haya sido el primer presidente de la República en pisar esa tierra.

En cambio, el 12 de febrero de este año, cuando se declaró culpable en Estados Unidos –a donde fue extraditado– de 10 cargos por tráfico de drogas al capo sinaloense, se cimbró el ánimo de los moradores; le lloraron y encendieron veladoras en su nombre.

Junto a Jesús Malverde, los pobladores le rezaron todo el día y le ruegan a Dios y a los santos que se escape, que regrese al lugar que lo vio crecer y, como otros capos, que pueda llegar a Sinaloa para morir junto a los suyos.


“Que huya una tercera vez, ya lo hizo y puede hacerlo de nuevo, aun cuando se encuentre en Estados Unidos”, implora María José, quien bautizó su local de pollos rostizados con el nombre del capo.

En el Ayuntamiento las cosas no pintan distinto, pues se tiene cierto respeto por Joaquín Loera; es un secreto a voces entre los empleados del municipio.

La vida por la mañana-tarde es tranquila en general; sin embargo, la rutina se rompe cuando tres camionetas del Ejército se colocan en la entrada del Palacio de Badiraguato; los militares resguardan la zona. 10 minutos después emprenden su camino de nuevo hacia la carretera como si fuera esa su premisa de todos los días.

A unos 110 kilómetros de esta cabecera municipal se encuentra La Tuna, un área marginada con apenas un centenar de habitantes, donde nació quien fuera el líder del Cártel de Sinaloa; también cerca de esta tierra se formaron El Mayo Zambada y Juan José Esparragoza, alias El Azul.

En este lugar reside actualmente la mamá de Guzmán Loera, y aunque llegar a este sitio no implica mayores problemas, una vez ahí, alrededor de 30 hombres fuertemente armados impiden platicar con la progenitora.

“Está prohibido, por favor, retírese, dé vuelta atrás, no queremos problemas con la prensa, ni mucho menos hablar”, exclama uno de los hombres, que porta un AK-47, cerca de donde esta casa editorial buscó hablar con la madre de Loera.

Los lugareños afirman que existen dos grupos de la droga que mantienen una sanguinaria pelea en el estado: el Cártel de Sinaloa y los Beltrán Leyva, la cual ha dejado a cientos de familias desplazadas de sus comunidades y a miles de víctimas mortales.

Los dos bandos han bañado en sangre a toda la entidad y dejaron un tipo de adoctrinamiento hacia esta forma de vida a las nuevas generaciones, una de lujos, excentricidades y despilfarro a costa de ser perseguidos por las autoridades federales y locales.

“Los plebes (niños y jóvenes) sólo piensan en eso; se creen narcos, andan en sus motos y aceptan unos cuantos pesos para vigilar aquí y allá; eso les cuesta la vida la mayoría de las veces, y también entiendo que no hay mucho trabajo aquí, pero no es excusa”, sostiene Jerónimo, de 55 años.

Los habitantes del pueblo, que se extiende sobre angostas y áridas laderas, viven bajo condiciones de precariedad y padecen la falta de servicios básicos como agua potable, drenaje y acceso a los alimentos de la canasta básica.

Aquí viven alrededor de 32 mil habitantes de los cuales oficialmente 75% vive en la pobreza. Son los doblemente olvidados por el gobierno federal y los damnificados de la guerra contra la delincuencia organizada
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