El plan era hacer una crónica de la venta de droga en Ciudad Universitaria. El periodista Humberto Padgett, del programa de radio Ciro Gómez Leyva por la mañana, asistió a la UNAM en cinco ocasiones.
La primera, una mañana de hace casi 20 días, Padgett halló en la zona de los frontones a cinco o seis grupos de narcomenudistas. Cada uno de ellos estaba formado por cuatro o cinco personas que cargaban sus mochilas. Tenían entre 17 y 40 años. Vestían pantalón de mezclilla, gorra y tenis. Algunos tenían aire de reguetoneros. Pero nada que llamara especialmente la atención. Eran los muchachos que uno puede encontrar en el transporte público: “nuestros chavos”, dice Padgett.
Los vendedores “todo el tiempo estaban bateando”. Alrededor de ellos se congregaban hasta diez compradores.
Alguien le hizo una seña con la mano para que se acercara. El periodista siguió de largo.
La segunda vez sí se acercó.
—¿Qué onda, qué necesitas? –le preguntó un joven. Era en realidad muy joven. Podría tener 17 años.
Padgett respondió con un término de marihuano viejo.
—Dos velas.
El muchacho no le entendió.
—Mariguana —explicó el periodista.
—Cuánto necesitas.
—50 pesos.
Lo que el joven traía en la mochila le sorprendió. Esa vez, Padgett gastó 430 pesos. Adquirió marihuana, cocaína, 50 pesos de piedra y dos ácidos.
La tercera vez sólo observó. Paseó por el frontón y por el lugar llamado Los Bigotes.
La cuarta duplicó las cantidades que había comprado. Le dieron la droga sin problemas y le ofrecieron incluso un ácido “puro, puro, puro”.
—No te lo vayas a chingar todo, cómete nada más la mitad… —le recomendó el vendedor.
Llegó la quinta vez, la peor de todas, porque Padgett había decidido grabar la compra con una pequeña cámara de video. En esta ocasión llegó a CU en la tarde y decidió acercarse a un grupo diferente. “Fue un error ir con ellos, y no seguir con quienes ya había hecho confianza”, dice.
Un sastre le había adecuado en la chamarra un bolsillo con cierre. Metió en éste la pequeña cámara, e hizo varias pruebas. El lente tiraba un poco hacia arriba, pero aún así lograba captar buenas imágenes.
En el frontón, le hicieron una seña con la mano. Volvió a pedir todo lo que contenía el catálogo, y añadió incluso unos “chochos”.
—¿Estás grabando ahí con el celular? —le preguntó de pronto el vendedor—. ¡Ay, papá! traes cámara, ¿no papi?
Padgett lo negó.
—No, no, no, ni madre —le dijeron—. Saca la cámara. Enséñala.
Se acercaron seis u ocho vendedores. Padgett chifló para dar a entender que no iba solo, y para llamar la atención de la gente que andaba en los frontones. Nadie intervino.
—¿Quién te mandó?
—Nadie.
—¿Nadie? ¿Nada más por tus huevos? ¿Eres periodista?
Él les dijo:
—Sí soy periodista. ¿Qué pasó? Me están asaltando.
A los narcomenudistas pareció preocuparles que alguien oyera o creyera que en verdad lo estaban asaltando (el dato es muy significativo).
—No le roben nada, no le roben nada —ordenó uno de ellos.
Le pusieron una escuadra en la cabeza. Otros dos sacaron también sus pistolas, una de ellas, un revólver con balas de punta chata.
Le sacaron la cartera, buscaron su credencial del INE, le tomaron una foto:
—¡Sácale la dirección…!
Mientras tanto, llovían sobre él golpes, patadas, bofetones.
—Vamos a ir a tu cantón, carnal —le dijeron—. ¿Qué quieres más? ¿Tu trabajo o tu vida?
—Ya que chingue a su madre —ordenó alguien.
Se apartaron. Padgett intentó alejarse. Le dieron un cachazo en la cabeza. Comenzó a sangrar. Una patrulla de Auxilio UNAM, que atestiguó los hechos, se retiró.
El periodista se metió a la sala de urgencias del primer hospital que encontró a su paso. Le dijeron que cada semana atienden a alguien por golpes o sobredosis.
Ocurrió en la UNAM. No en un callejón del hampa, sino en la UNAM.
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