Son Zetas, ¡son Zetas! ¡Pélate!”, le dije a mi amigo mientras un grupo de sicarios nos apuntaba con armas. Era 2008 y la llamada Guerra contra el narco del ex presidente Felipe Calderón estallaba con fuerza en México.
Nunca fui bueno para la escuela y después de haber pasado por algunas universidades en Culiacán, Sinaloa —donde nací—, decidí estudiar en Monterrey, Nuevo León. En ese entonces, cualquier pretexto para faltar a clases era bueno. Había escuchado que “el bungee más alto de México” estaba en Cola de Caballo, una cascada que se encuentra al sur de Monterrey. “Siente la adrenalina en tus venas como si saltaras de un edificio de 30 pisos”, dice el sitio del bungee. “Jalo”, pensé.
Les platiqué del famoso bungee a mi primo, mi hermano y un amigo, con quienes compartía casa. “Es una experiencia de liberación”, les dije para convencerlos de ir, y a pesar de que mi primo Erik estaba crudo por la peda de la noche anterior, aceptó ir. Alejandro, mi amigo, también se sumó al plan. Dos meses atrás, mi hermano Pablo y yo habíamos peleado y no nos hablábamos muy bien. El motivo de la pelea fue lo que más tarde salvó mi vida. Discutimos porque se hizo amigo de un narcojunior, como le llaman a los hijos de los capos del narcotráfico. “Eres un pendejo, Pablillo, por más buen pedo que sea ese güey, te puede meter en un problema, te puede pasar algo”, le dije pero no me hizo caso. Pablo, mi hermano, ya había saltado de ese bungee y prefirió dejar pasar la oportunidad.
Salimos de la casa y en la cochera teníamos dos opciones: el carro de Erik, una Jeep con placas de Nuevo León, y el carro de Alejandro, un Vectra negro, con vidrios polarizados y placas del estado de Sinaloa. “Shot”, grité y corrí al asiento del copiloto del carro de Alejandro. Erik nos dijo que era una pendejada irnos en ese coche. “Las cosas están calientes”, dijo refiriéndose a la disputa que se vivía entre cárteles del estado de Nuevo León y los de Sinaloa. Salir del municipio con placas de Sinaloa era peligroso. “Déjate de mamadas”, le dije, “tú lo que quieres es que no me vaya adelante”. Erik no discutió, se subió al asiento trasero y emprendimos camino.
Tomamos la carretera 85 rumbo a Cola de Caballo en el Vectra negro, con vidrios polarizados y placas de Sinaloa emocionados por el bungee. Eran cerca de las 12 del día y había tráfico. Con el sol calentando más de lo normal, subimos los vidrios y prendimos el aire acondicionado. Erik nos pidió parar en algún lugar para buscar algo y curarse la cruda: un suero, Gatorade, un porro. Cualquier cosa que disminuyera las palpitaciones en su cabeza. Alejandro hizo caso y se desvió de la carretera hacia un pueblo cercano al de Santiago, un municipio pequeño de Nuevo León. Manejó con lentitud por las calles del pueblo en busca de una farmacia. Después de un rato y sin haber encontrado una, retomamos el camino hacia Cola de Caballo. “Allá encontraremos algo, aguanta, Erik”, le dijimos.
En cuanto regresamos a la carretera, una camioneta Lobo negra, con hombres armados apuntándonos, nos cerró el paso. Otra camioneta, una Explorer negra, se paró detrás de nosotros, encerrándonos por delante y por detrás. ”Son zetas, ¡son zetas!”, grito Erik. “¡Pélate, pendejo!”, le grité. Alejandro aceleró, esquivó la camioneta Lobo y los dejamos atrás.
Manejamos por la carretera 85 con el coche lleno de paranoia. Alejandro venía concentrado con las manos en el volante, mientras Erik y yo volteamos y vimos las camionetas venir hacia nosotros con los hombres por fuera y sus armas apuntándonos. “A la verga, ¡nos van a disparar!”, decía Alejandro. Más adelante, el tráfico de la carretera nos obligó a detenernos. Las camionetas nos alcanzaron. Alejandro bajó los vidrios polarizados para que vieran nuestros rostros y sacamos las manos por las ventanas. “Somos estudiantes, somos estudiantes”, dijimos con miedo. Los hombres se acercaron y nos bajaron del auto.
Entre cinco hombres bajaron a Alejandro y comenzaron a golpearlo. Se escuchaban los golpes secos sobre su rostro. En una gasolinera, al lado de la carretera, un grupo de gente veía el espectáculo pero nadie se metía. A Erik y a mí nos tiraron boca abajo y nos esposaron, mientras una bota empujaba mi cabeza contra el asfalto caliente. Lo último que vi de Alejandro fue que se lo llevaron, golpeado, a la camioneta Explorer. A nosotros dos nos subieron a la cabina trasera de la Lobo. Adentro había un hombre esposado con una camisa roja envuelta en su cabeza. Aureliano, le llamaban los sicarios.
Mientras dábamos vueltas por lugares desconocidos, pude ver que la mayoría de los sicarios eran jóvenes. Algunos más que nosotros. Por las bocinas de la camioneta se escuchaba reggaeton. “¿A los de Sinaloa no les gusta esta música, loco?”, nos preguntaron retóricamente. Mi primo Erik habló: “¿Me puedes aflojar tantito las esposas, viejo?” Volteé a ver su mano y estaba púrpura. “Cállese, pendejo”, le contestaron riéndose, ”¿A ti qué te importa eso si nos los vamos a quebrar?” Cuando dijo eso comprendí la gravedad de la situación. Era una sentencia de muerte. Mi corazón se aceleró y palpitó tanto, que pensé que iba a salir expulsado de mi pecho.
Después de haber dado vueltas y vueltas, los sicarios, calmados, comenzaron a platicar con nosotros. Nos preguntaban sobre Culiacán, sobre “las viejotas” que hay ahí, a qué se dedicaban nuestros padres y se burlaban de Aureliano en cada oportunidad. Después de tres horas de estar arriba de la camioneta, se detuvieron por fin. Era un lugar perdido en el monte. No había nada verde ahí. Al fondo había una casa y alrededor había hombres custodiándola con armas. Nos bajamos de la camioneta y se llevaron a Aureliano rumbo a la casa. A Erik y a mí nos rodearon varios hombres armados, buscando intimidarnos, y preguntaron: ”¿A qué se dedican ustedes, muchachos?” íbamos a contestar cuando escuchamos un balazo. Sentí que la sangre abandonó mi cuerpo.
“¿Que a qué se dedican, muchachos?”, preguntó nuevamente el hombre. “Somos estudiantes, güey, nosotros nada que ver con esta onda”, contestó Erik cabizbajo. “¿Cómo que güey, pendejo? ¿Cómo que güey?”, le preguntó molesto y le dio un cachazo en la cabeza. Erik cayó sobre sus rodillas. Un hombre robusto, de piel áspera y uniformado de negro, me vio a los ojos y dijo: “Este güerito es mío”.
El hombre me alejó del grupo, se paró frente a mí y me preguntó nuevamente a qué me dedicaba. “Somos estudiantes”, contesté. El tipo me dio un cachazo y caí sobre mis rodillas. Durante dos horas me interrogó y por cada respuesta que no le gustaba, me golpeaba. Cerca del final de las preguntas, lo único que podía contestar era: “Sí, señor”, “no, señor”.
Después de las dos horas en que fui golpeado, el hombre me llevó de regreso junto a mi primo Erik. Él estaba completamente golpeado, igual que yo. Su mano estaba casi negra por lo apretadas que estaban las esposas. Nos pusieron de rodillas, uno junto al otro. Un joven de no más de 20 años se acercó a nosotros y comenzó a vendarnos los ojos. “¿Qué está pasando?”, pregunté asustado. “Sht, sht, sht, ya se va a terminar esto”, sentenció. Mi cabeza se llenó con un mar de preguntas: ”¿Qué se va a terminar?, ¿Nos van a matar?, ¿Cómo nos van a matar?, ¿Quién va a encontrar nuestros cuerpos?, ¿Así termina mi vida?, ¿Y mi mamá?, ¿Y mi papá?, ¿Mis hermanos?, ¿Sabrán lo que pasó?”
Con la venda sobre mis ojos, lo único que veía era negro. Completa oscuridad. Escuché a un hombre hablar por teléfono mientras los demás jugaban con nuestras cabezas. “Ahora sí, putos culichis, van a valer verga. Los vamos a matar, cabrones”, decían. Uno de ellos cargó un tiro de su arma y, con fuerza, golpeó mi cabeza con el cañón. “¡Pum!”, gritó para asustarme más de lo que ya estaba. En ese momento la claridad llegó a mi mente: “Vamos a morir”, pensé.
El hombre que hablaba por celular colgó. Escuché unos pasos acercarse hasta estar frente a nosotros. “¿Quién es Raúl?”, preguntó. El miedo me tenía paralizado. No pude reaccionar y no contesté la pregunta. El hombre preguntó nuevamente: “¿Que quién vergas es Raúl, pendejos?” El sonido de una patada sonó con fuerza y escuché a Erik gemir. Casi al instante dije: “Yo soy Raúl, yo soy Raúl”. Me quitaron las vendas y, aunque el sol estaba por meterse, el resplandor molestó mis ojos. Me levantaron y me quitaron las esposas. El más joven, el que nos vendó, me rodeó con el brazo sobre mis hombres y me dijo: “Ya relájate, loco, ya la libraste, ¿te gusta la mota?” Sacó una bolsa de marihuana y me puso a forjar unos porros con las manos temblorosas. “Qué bueno que no se quebraron, morros, porque cuando se ponen de llorones, estos cabrones hasta un huevo les hubieran cortado a la verga”, me contó.
Alejandro se encontraba completamente golpeado en la cajuela de la Explorer. Más tarde me contó que cuando vio la puerta de la cajuela abrirse, uno de los sicarios, también uniformado de negro, le dijo: “Ándele, cabrón, bájese”. Se bajó con miedo y la mirada hacia abajo. “Camínele para allá, pendejo, órale”, le ordenaba. Alejandro caminó y vio a Erik, con los ojos vendados, de rodillas. A mí no me vio. Me contó que fue la caminata más larga de su vida, pues pensó que le iban a disparar por la espalda o que lo iban a arrodillar junto a Erik y los iban a ejecutar. Siguió caminando, asustado, y de repente me vio a mí forjando churros de mota. Volteé y lo vi. “Ya la libramos, viejón”, le dije.
Mientras forjaba los churros temblorosamente, el hombre que pasó horas torturándome, pasaba junto a mí y decía: “Apúrale, pendejo, o me arrepiento y me los termino quebrando”. Ese día aprendí a forjar porros rápido y eficaz. Forjé uno detrás de otro como nunca en mi vida. Fumamos con ellos hasta que nos pidieron que entráramos a la parte trasera del carro de Alejandro, que lo habían llevado hasta ahí cuando nos levantaron, y nos subimos.
Manejamos hasta que la oscuridad de la noche cubrió la carretera 85. Los hombres se detuvieron en el mismo lugar donde nos levantaron, sólo que esta vez rumbo a San Pedro. “Órale, putos, en cuanto nos bajemos uno se pasa para adelante y maneja, no se paren, directito a su casa”, nos ordenaron. Alejandro y Erik estaban más golpeados que yo, por lo que decidí manejar. Después de unos minutos en silencio, Erik preguntó: “¿Se dan cuenta de lo que acabamos de vivir?”, “¿Por qué nos habrán soltado?”, preguntó Alejandro. Yo no podía hablar, seguía en shock.
Cuando llegamos a la casa, Alejandro tomó el primer vuelo a Culiacán y se fue de Monterrey lo más pronto posible. Erik y yo nos quedamos en casa tratando de asimilar lo que habíamos vivido. De pronto sonó mi celular: ”¿Te sirvió el favorcito que te hice recabrón?”, dijo alguien del otro lado de la línea. “¿Quién es?”, pregunté. “Ordené que los soltaran”, dijo. Irónicamente, era el amigo narcojunior de mi hermano, por el que habíamos peleado.
Cuatro meses después lo levantaron los enemigos de su padre y fue asesinado.
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