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Así son de sangrientas las batallas del ejercito contra el Narco

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En una ocasión los Sicarios nos superaban en numero y municiones, estábamos perdidos, pedíamos apoyo y nadie llegaba, hasta que aparecieron 3 helicópteros artillados y casi un batallón, les tiraron con todo, muchos de esos cabrones sobrevivieron pero a esos los juntamos en un claro y los ejecutamos


Conversación con un militar que participó en operaciones antinarco en el norte del país.

"Los que chingan a su madre son los malos, son la maña, sean o no de algún cártel. Los que chingan a su madre son los que creyeron que le habían partido la madre a los militares en algún enfrentamiento, en una emboscada, que en el norte son muy comunes y poco o nada difundidas por la prensa. No hay cómo. No hay quien se atreva. No hay quien te la publique".


No había entonces Operación Dragón. No había lineamientos o estrategia o procedimientos sistemáticos para operar en el Ejército Mexicano. Mucho menos había un Manual de Uso de la Fuerza diseñado para soldados y marinos.

Los policías federales se cuecen aparte. No tienen un manual de aplicación de la fuerza pero cuentan con un instructivo práctico que les proporcionan cuando ingresan a la fuerza o cuando toman cursos de actualización en su centro de adiestramiento.

Más allá de eso, siguen operando de acuerdo con la metodología básica para enfrentamientos y detenciones que les imparten en las aulas mientras los van preparando para salir a las calles, carreteras, ciudades y pueblos azotados por la violencia.

Uno piensa que el soldado en la ciudad, con la delincuencia controlada o acotada o escondida o sesgada por los miles y miles de policías y tropas que rodean al Distrito Federal, está, si no feliz al menos sí relajado o a gusto por andar lejos de las emboscadas y de los ataques y tiros y granadazos y amenazas de muerte y levantones que también sufren soldados y marinos.

No es así. Los soldados más jóvenes, los que ya han pasado experiencias amargas, de vida o muerte en la guerra al narco, se aburren en la gran ciudad. No hay adrenalina. No pasa nada.

La gente pasa junto a ellos. Los miran y varios se les acercan sin problema. La mayoría son niños. Los saludan y les piden tomarse una foto con ellos, junto al Hummer, con los fusiles a un lado. Se ven chidos, les dicen.

Nos tocó una o dos veces allá en Tamaulipas que se nos acercaban civiles al puesto de revisión, así nada más, caminando pero raros; serios, nerviosos o tensos. Ya los habíamos visto por ahí antes en bicicletas o en motos.

Como que daban la vuelta para comprar algo, pero nada más nos halconeaban, nos andaban checando para ver cuántos éramos, qué hacíamos. Hacían como que hablaban por el celular pero nada más nos tomaban fotos los cabrones.

Un día, uno que ya había pasado por ahí varias veces, se acercó caminando. Era un retén de una sección, unos treinta o treinta y cinco éramos. Había unas Hummers a otro lado de la carretera. El “güey” este que le digo que se acerca, que atraviesa la carretera y lo vimos raro al cabrón porque nos hacía la seña de que nos quería preguntar algo pero traía algo en la ropa.

Uno de la guardia y otro del Hummer, un cabo, le gritaron que qué quería, que se detuviera, que qué quería, pero el “güey” este se rió tantito y siguió caminando y ya estaba más o menos cerca del primer puesto y que se para el cabrón y que saca dos granadas y les quita el seguro y nos avienta una el “güey” este.


El cabo gritó luego luego: ¡Granada! y todos en chinga a esconderse y abajo y el compañero que estaba en la Hummer ya lo tenía en la mira con el G-3 porque el “güey” este no se detenía y seguía caminando. El cabrón no lanzó la otra granada. Se quedó con ella y corrió adonde estábamos.

Ahí fue cuando desde la Hummer le pegó el cabo, le dio y pero a este cabrón le alcanzó a estallar la granada en la mano y ahí valió madres; se quedó sin brazo y como partido de la cintura. Todavía alcanzó a decirnos que le había dado unos veinte mil pesos para que nos partiera la madre con las granadas, para que se acercara y nos las echara.

Nos dijo ya de último que era una misión suicida, que porque él estaba enfermo del sida y de todos modos se iba a morir y que mejor ese dinero era para su familia que no tenía nada de nada. Y se murió el cabrón pero casi nos chinga a varios ahí, si no es por el cabo que le digo que le pegó desde el otro lado de la carretera. Y así ha habido varios por allá por el norte, donde está canijo.

Se reacomoda la gorra pixeleada. Está menos aburrido que hace unos minutos. Mira a todos lados. Se acuerda de algo más cabrón, de la otra cosa que pasó en Tamaulipas en donde a una sección de infantería la sorprendieron los de un cártel y se enfrentaron por horas y horas sin apoyo.

Hace pausas. Narra y se detiene y vuelve a mirar alrededor. Se frota un poco los labios. Estuvo muy cabrón eso porque estos hijos de la chingada eran muchos, eran más que los de la sección y además tenían un chingo de municiones. No se les acababan, seguían tire y tire de todo; cuerno, a erre, de cuarenta, de cincuenta, de todo tiraban. Yo creo que de algún lado les estaban trayendo más y más balas a los cabrones. Estaban abastecidos hasta la madre.

Los compas de la sección estaban duro y dale, aguantando la madriza pero se les acabó la munición, aunque tiraban poco para no gastarla. Ya sabe, dos tiros nada más. Cadencia.

Estaban pide y pide apoyo y no llegaba. Ya nos cargó la chingada, nos decían porque estos perros del cártel los tenían rodeados. Le digo que eran como más de cincuenta. Unos dicen que eran doscientos. No creo que tantos pero de que estaban bien armados y con un chingo de munición, eso sí.

Se pasa la mano por la barbilla y dibuja algo parecido a una sonrisa. Ya cuando les iban a partir la madre, llegaron tres helicópteros y ¡madres! que empiezan a tirar desde arriba con todo, un chingo de fuego desde varios lados para abajo, en círculos. Estos cabrones quisieron meterse entre los de la sección para que dejaran de tirarles desde el aire, pero no pudieron.

Les dio tiempo de que llegaran tres o cuatro compañías, casi un batallón de apoyo que mandaron de varios lugares. Total que la cosa acabó al revés. Los perros estos se quedaron sin municiones, se las acabaron y tenían un chingo de heridos y de muertos y comenzaron a rendirse. No tiren, no tiren, gritaban los ojetes. Hubo un chingo de bajas en la sección.

¿Y luego?

Los que quedaban los juntaron en un claro y ahí se chingaron todos.

¿Cómo cuántos quedaron?

Pues, un chingo.

¿Y esto cuándo fue?

Ya tiene tiempo.

¿Hace poco? ¿Hace mucho?

Ya tiene tiempo, pero “¿a poco usté (sic) se enteró? ¿A poco usté (sic) supo algo de eso? No, verdá (sic)? Nadie supo. Así andábamos allá. Ahora es menos. Ha bajado un poco en el día, pero en la tarde, nada más cae tantito la tarde y se pone bien cabrón. Y en la noche todos chingan a su madre, ¿me entiende?”.
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