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“¡Cierren, que habrá operativo!”, dijeron marinos. “El Ojos” vivía sus últimos minutos en Tláhuac

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“¡Cierren, que habrá operativo!’’, fue la indicación a los locatarios de La Conchita. Después, vinieron las detonaciones. 

Felipe de Jesús Pérez Luna, alias “El Ojos’’, y sus secuaces se resistieron y murieron al interior del número 47 de la calle Simón Álvarez. La violencia que se vio durante años a la distancia, estaba aquí.

Miguel Ángel Mancera, Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, no trató de “minimizar’’ lo ocurrido, pero aseguró que el grupo de comandaba Pérez Luna no era un cártel sino una organización “potente’’, que, de acuerdo con pobladores, operó durante mucho tiempo sin tapujos.

En la zona, controlada por el Cártel de Tláhuac, y de acuerdo con información recabada por SinEmbargo, hombres con armas ingresaban a domicilios, borraban evidencias, cobraban derecho de piso y hasta acribillaban personas desde hace años.


Ciudad de México.- “¡Cierren, que habrá operativo!’’, ordenaron los marinos que viajaban a pie a los locatarios del barrio instantes después de que Felipe de Jesús Pérez Luna, alias “El Ojos’’, ingresara al número 47 de la calle Simón Álvarez, en La Conchita, Zapotitlán. Eran sus últimos minutos al frente del Cártel de Tláhuac.

Pérez Luna viajó en un Tida Blanco ese jueves 20 de julio. Descendió desde el asiento del copiloto e ingresó al domicilio que sería su tumba. No estaba apurado, ni alterado (o al menos fue lo que una cámara de seguridad captó), pues todavía le dio tiempo de bajar mercancía y documentos de la unidad.

El sujeto, que ya contaba hasta con narcocorrido y era 100 por ciento conocido no sólo por la gente de La Conchita, sino por los habitantes de las zonas aledañas, vistió de luto ese día. Y así quedó, de negro. Rojo con negro.

Las autoridades utilizaron la fuerza para violar las chapas que resguardaban a ocho presuntos miembros del Cártel de Tláhuac, organización criminal que controla la distribución de narcóticos en el oriente del Valle de México. Y, después, la lluvia de balas.

De acuerdo con los primeros reportes de la Secretaría de Marina (Semar), sus elementos fueron agredidos con armas de “alto poder”, y respondieron con ráfagas de tiros que esquivaron un tanque de gas en el piso y se incrustaron en muros y cuerpos de los ocho occisos.

Los siete socios de Felipe de Jesús opusieron resistencia desde un patio cubierto por una lona, y él, “jefe del Cártel’’, se protegió dentro de una camioneta que, a la postre, recibiría 14 impactos de bala en el parabrisas. Todos con su nombre.

La posición del vehículo en el que Pérez Luna se sentó reveló que, probablemente, sus colegas ya habían sido abatidos cuando las autoridades lo encararon directamente. Y es que las detonaciones vinieron desde un sitio en el que no hubiera sido seguro pararse si aún los presuntos criminales estuvieran con vida.

Alguno de los heridos tocó una de las perforaciones que le dejaron las balas, y se sujetó de la mesa en la que colocaron cinco paquetes de droga. Su huella, ahí, lo delató: estaba muriendo.

La sangre de los fallecidos se mezcló en el piso y con el olor a cartón de huevo. Las autoridades hicieron sus investigaciones, se llevaron los cuerpos, improvisaron una chapa con una cuerda y se marcharon. La violencia de Tamaulipas, Michoacán, Guerrero, Veracruz… llegó a la Ciudad de México, la tierra “sin cárteles’’. Pero no lo hizo aquel mediodía de julio de 2017. No, tenía años pululando en la región.

“PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE’’

Sí, los narcobloqueos fueron “novedad’’ para los habitantes de Tláhuac (y para los ajenos), pero la violencia, ese tipo de violencia, no sorprendió. El cártel de Felipe de Jesús operó por años y sin tapujos. Allá, en la delegación dirigida por Rigoberto Salgado, los criminales pedían “derecho de piso’’, se paseaban con sus armas largas a plena luz día, cateaban a la gente, tomaban las memorias de los celulares para borrar evidencias, disparaban al aire y mataban.

Los pobladores sabían, pero la mayoría prefería no meterse. “Cada quien en su pedo’’, de acuerdo con el testimonio de un albañil que labora en el lugar.

Entre los “sobreruedas’’ (tianguis) corrían las historias de la gente “que balaceaban’’. Las calles cambiaron. Cada vez hubo más adictos a las sustancias que distribuía el grupo de “El Felipe’’ (como algunos lo nombraban). Ni siquiera en las casas había seguridad. Hombres armados se aparecían e ingresaban sin pedir permiso, de acuerdo con otro testimonio recogido por SinEmbargo.

A la mamá de Azul, por ejemplo, le tocó ver cómo imponían su ley e ingresaban a domicilios en los que no eran invitados:


“Llegaron dos camionetas llenas de tipos gordotes con armas, y quién sabe qué andaban buscando porque buscaban algo en específico, y obviamente en ese momento todos corrieron (sic)’’.

Así se las gastaban en La Conchita, la Nopalera, la Estación y demás colonias en las que Pérez Luna adoptó su sobrenombre: “El Ojos’’, y es que, según una versión de la gente, “lo veía todo’’.

Tláhuac, “pueblo chico, infierno grande’’, se convirtió en el territorio de narcos. Jóvenes se pavonearon durante años de los negocios en los que se metieron. Un dealer, instantes después de enterarse de la muerte de Felipe, corrió al tianguis en el que trabaja la madre de Azul y así, sin pena, exclamó:

“Jefecita, yo no sé en manos de quién vamos a quedar’’. Ella, evidentemente, no le respondió.

EL DERECHO DE PISO Y LOS PERMISOS DE LA DELEGACIÓN

Tres semanas antes del enfrentamiento en La Conchita, Azul llegó a la estación La Nopalera, del Sistema de Transporte Colectivo (STC) Metro, y la noticia era que un águila posó sobre la ciudad inundada. Ahora, aquel 20 de julio, la nota fue que el andén de la Línea 12 (Dorada) no daba servicio. Así comenzó la paranoia.

En los días posteriores, las calles, según su relato, lucieron vacías. Los autos que circulaban eran oficiales (los policías que continuaban con el operativo que desplegó Miguel Ángel Mancera, Jefe de Gobierno de la Ciudad de México). La gente prefirió guardarse.

Ella, quien ha vivido durante la mayor parte de su vida en una colonia vecina a La Conchita, aseguró que la gente de “El Ojos’’ cobraba derecho de piso a los negocios (desde los pequeños hasta los ya reconocidos). En el caso de los tianguis, la cuota no se daba directamente, sino a través de los líderes, quienes, a su vez, tienen contratos con autoridades delegacionales para que los dejen poner.

“El líder de los tianguis, quien cobra por seguridad y recoger la basura, él tiene contratos en la delegación y por eso dejan poner el tianguis’’, dijo y, aseguró, lo que pasó con “El Ojos’’ sólo fue para desviar la atención de otra cosa.

EL SALDO: “UN GRUPO DELICTIVO MUY POTENTE’’

Después de la balacera en La Conchita, al menos 14 personas incendiaron tres unidades de transporte público (y un camión particular) y las colocaron en las vías de acceso para entorpecer el operativo que ya había cobrado la vida de su líder. Siete de los implicados fueron vinculados a proceso “por los delitos de ataques a las vías de comunicación agravado y posesión simple de mariguana’’, de acuerdo a la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México (PGJ-CdMx).

Luego, durante los retenes y revisiones de la siguiente semana, al menos otras diez personas fueron presentadas ante las autoridades por otros hechos (incluidos los sujetos que intentaron ingresar al funeral de Pérez Luna con armas).

Para Mancera, sin embargo, el nivel de operación, logística y el número de gente metida en los negocios de “El Ojos’’ no son suficientes para asegurar que en la capital ya trabajan cárteles.

“Estamos terminando con un grupo delictivo muy potente que le estaba haciendo daño a la sociedad”, dijo el mandatario, se lavó las manos y se fue a equivocar de patrocinador del Medio Maratón de la Ciudad de México. Y, mientras él lo negaba, ya sólo bastaba comprar un boleto del Metro para palpar la sangre de “la guerra’’.
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